viernes, 18 de abril de 2008

Hay días así

Hay días en que la sensibilidad la trae uno a flor de piel.

Un recorrido rápido por los detalles que se encuentran al alcance de la vista en el camino diario al trabajo o a la rutina matutina de cada día, enfrenta uno a un sinnúmero de acciones que se sostienen, tal vez por hábito, formando parte ya de una convicción primaria de un “deber ser” elemental.

Son apenas unos minutos antes de las ocho de la mañana, algunos días llevo a mi nieto a su escuela ubicada a un kilómetro de distancia de la casa, aproximadamente, y salgo a la calle.


Una mujer barre la banqueta y el frente de su casa con una dedicación digna de la mejor causa, limpia hurgando con la escoba cada pedazo de pavimento con algún rastro de polvo. La mujer no levanta la vista de la tarea en la que se empeña cada mañana. Imagino muchas cosas: vive sola y esa acción la pone en una comunicación ocupacional con otras personas que hacen lo mismo a esa hora, aprendió a llevar a cabo ese trabajo como parte de sus rutinas diarias y ahora a sus sesenta y tantos años es ya parte de una manera de ser. El detalle aquí es que la señora está enferma, seriamente enferma y el hecho al que dedica más cuidado es a cumplir con su costumbre de barrer el frente de su casa tan pronto se recupera de los periódicos tratamientos a los que se somete. Digo que imagino, porque la mujer ni siquiera saluda a mi paso y lo de la enfermedad lo conozco porque la he visto llegar a su tratamiento a la institución de salud a la cual está afiliada. Lo que sea, algo la mueve a llevar a cabo una acción que la conecta con la realidad que a ella le importa: su entorno, su casa.

Salgo otro día a un encargo muy temprano al centro de la ciudad, bajo en auto por la calle Seis y veo caminando a un joven que carga a un pequeño en brazos, lleva la bolsa del niño al hombro, se dirige a la guardería del IMSS, va caminando y mirando al niño, al llegar a la puerta, toca la cara del menor y le sonríe, enseguida entra a dejarlo. Veo esto porque temprano se hace una especie de nudo entre quienes llegan corriendo a dejar a sus hijos, y mientras el tráfico se regulariza hay tiempo para apreciar estos detalles.

Por la calle, de manera puntual sale a tomar el autobús una joven linda con un serio problema ortopédico auxiliada de una prótesis, camina a un ritmo desigual y diferente pero se acompaña de un porte y de una dignidad que impone respeto.


El vecindario envejece, quienes quedan llevan el cabello blanco y aunque conservan sus motes tendríamos que agregarle algún calificativo que le quitara el tono casi burlón de quien antes pudo haber sido “El Gallo”, “El Gavilán" o “El Pollo,” son ahora un recuerdo un tanto desteñido del personaje que dio origen al sobrenombre.

Si es una persona poco vista se levantan las cejas al saludar en una tienda local por darse cuenta que uno sigue con vida y es “una misma”, no su hermana -la de uno, claro.

Me topo en la carnicería con Doña Lupe del Pueblo, quien desde hace más de veintitantos años me pregunta cuándo murió mi madre, lo que no ha ocurrido; y qué hace Don Pancho, mi padre, a quien hace tiempo no ve y quien sí falleció hace ya bastantes años, siempre pregunta lo mismo e invariablemente, por supuesto, recibe la misma respuesta.

No falta la nueva y bien intencionada vecina de la cuadra quien pregunta cómo nos sentimos aquí en el barrio y tengo que aclararle, una vez más, que cuando esta zona todavía no podía llamarse calle (porque era casi parte del cerro) ya vivíamos aquí y que “la nueva” es ella porque apenas tiene diez años aquí.

Lo dicho, el poblado envejece y lo que queda de otro tiempo pierde poco a poco la memoria y se sustituye ¿con…? No sé.


Entonces en estos amaneceres en donde creo a veces que amanecí un día antes porque así media dormida y a media luz, la edad puede ser cualquiera, acomodo mis ojos a la realidad y el azar me lleva a admirar emocionada a la parte del país que no tiene opinión publicada en ningún diario pero que contribuye con su trabajo y el esfuerzo que le acompaña para sobrevivir con dignidad y decoro, y sigo mirando a ese segmento de un pueblo que con los engomados viejos y casi invisibles -pegados a las defensas de sus carros- de campañas políticas pasadas en donde las siglas, lemas y nombres se sobreponen en un despliegue muy gráfico de la esperanza renovada de vez en cuando, a quienes todas las iniciales de partidos políticos, organizaciones, comisiones, transnacionales, y todos los juegos que los ingeniosos de la noticia inventan para llenar espacios en la cuota de la columna diaria, no le dicen nada porque la vida la tienen ocupada en el nombre de la ruta del microbús o el número del nip de la tarjeta de banco en donde depositan su pago semanal o el del viejo asegurado de la familia -o la viuda- cuyo ingreso forma parte del sustento con el cual se sobrevive de plazo a plazo, el curp de los hijos, el número de tarjeta para checar en el trabajo, los teléfonos de cinco o más personas, por decir algunos.

Entonces me doy cuenta que hoy es hoy, que no vivo en una realidad atrasada y que más vale que recuerde por este día lo que merece ser recordado para sostenerme erguida en valores, algún objetivo claro y el nombre de algunos de los tantos medicamentos que debo tomar para controlar la presión arterial o algún otro achaque muscular, y para que, como dice la oración de alcohólico, “aprenda a distinguir la diferencia”.

Hoy puede ser un gran día,
imposible de recuperar,
un ejemplar único,
no lo dejes escapar.
Que todo cuanto te rodea
lo han puesto para ti.
No lo mires desde la ventana,
y siéntate al festín.
Pelea por lo que quieres
y no desesperes si algo no anda bien...
Hoy puede ser un gran día
y mañana también...

(Serrat, Joan Manuel. Hoy puede ser un gran día).

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