domingo, 11 de octubre de 2009

Nostalgias privadas


Los momentos de mayor vulnerabilidad o fragilidad en el hombre o la mujer los remite irremediablemente a evocaciones de variadas y múltiples características.
Cuando la salud se quiebra y se queda la persona atrapada en una cama de hospital le llegan en tropel a plazos diferentes, muchos recuerdos y remembranzas en trozos que solamente los misterios de la mente pueden discernir.
Lo interesante es que es en estos relámpagos de la memoria queda de manifiesto los temas relevantes en vidas que quizá en el desempeño cotidiano tuvieron otras ocupaciones y expresiones. Una maestra conocida, por ejemplo, dedicó la mayor parte de su vida a la docencia y a las actividades magisteriales, sin embargo en sus últimos días ella hablaba de recetas de cocina y de tiempos cuando acudía a los bailes con las primas y amigas. Mi padre que trabajó en empresas avícolas casi la mitad de su vida, al final solamente hablaba de sus tiempos de estudiante en un seminario bautista en los finales de la segunda década de su vida. Recordaba con detalle nombres, fisonomías y los lugares de procedencia de compañeros a los que nunca volvió a ver, una vez concluidos sus estudios.
Llego al descubrimiento de que cada uno fabrica sus nostalgias y los elementos que las compongan dependerán de una selección misteriosa de la mente y sus afectos.
Un amigo me envía un power point con el tema de Mafalda, el personaje de Quino, que cumplió ya hace tiempo cuarenta años y que agregados a la edad que los personajes tenían los ubica en los cincuenta y tantos años de edad. En imágenes acompañadas por el texto que supuestamente envía uno de ellos a Mafalda hace un recorrido por el destino que tuvo cada uno de ellos de acuerdo la personalidad que se les daba en sus historietas.
Pero la verdad es que la vida real carece de esa relación lógica entre el perfil de un niño a los diez o doce años y la consecuencia natural en el desarrollo de él como adulto.
No siempre el mejor dotado para el deporte se dedicó a practicarlo hasta lograr hacer de ello su profesión, ni quien resultaba electo como presidente del grupo o como jefe de los equipos para algún proyecto escolar, hizo carrera política.
Algunos sí, manifestaban orientaciones e inclinaciones hacia áreas del conocimiento o una determinada actividad y era, quizá, la expresión de un entorno familiar que propició el desarrollo de sus cualidades y deseos; o llevaba en él (o ella) el carácter perseverante que lo mantuvo en el mismo camino para el que mostró vocación desde su niñez.
Cada uno de nosotros llegará a un punto en donde, por razones naturales, se verá con mucho tiempo para pensar y quizá con mucho espacio de soledad, algunos quizá tengan que vivir algún tiempo confinados a una cama o a una silla de ruedas.
Esto es una posibilidad tan real como que se nos caerán los dientes o nuestra vista se debilitará.
No imagino sobre qué temas girará mi pensamiento. Por lo pronto me duelen los sueños que tenía hace casi cuarenta años y que se fueron difuminando al pasar el tiempo. Si bien es cierto que dieron lugar a nuevas expresiones de esperanza y alegría lo cierto es que de repente cuando escucho alguna canción o veo en los muy jóvenes expresiones que alguna ocasión compartí, algo así como una punzada en el recuerdo y en la conciencia me remite a quien dejó un poco del entusiasmo que le acompañan a uno a los veinte y tantos.
Creo que si la vida me da tiempo voy a llorar con Víctor Jara, Neruda, y el Son de la Loma, y dejaré a mis hijos la receta de las albóndigas y la cola de res con acelgas, al igual que narraré una vez más una escena de Casablanca y repetiré que a mí me gustaba Víctor Lazslo y no Rick interpretado por Bogart y no soportaré a los Everly Brothers sin ponerme a llorar sin freno. Justo igual como mi padre me entregó en un sobre una foto con sus compañeros el día de su graduación y mi amiga me dijo paso por paso cómo hacer la ensalada navideña.
Pero sobre todo sé de verdad, que llegado el momento de rendirme y de sufrir las limitaciones de mi cuerpo, evocaré las cosas más extrañas y aparentemente absurdas. Porque con todo y que ya tenga mi maleta de nostalgias personales a la mera hora, alguien más auténtico aún, dentro de mí, tendrá otras añoranzas y me enseñará que la vida es mucho, pero mucho más sencilla.

…Reivindico el espejismo
de intentar ser uno mismo,
ese viaje hacia la nada
que consiste en la certeza
de encontrar en tu mirada
la belleza…
(Aute, Luis Eduardo. La Belleza

Revisitaciones

Revisitaciones
A diez años de la muerte
de Jaime Sabines

Cuando los hijos eran pequeños y llegaban de la escuela con la alegría y el asombro de sus nuevos conocimientos entendí que la vida se renovaba en la mente de cada persona a medida que iba descubriendo sus verdades. Escuchar decir a los niños de seis años que la tierra parecía plana pero que no era y que por eso Cristóbal Colón había hecho un viaje hasta América era una experiencia conmovedora y emocionante.
Tiempo después, muchos años más tarde, me encontré en una clase de Filosofía por allá por el quinto semestre de mi carrera y me di cuenta con un asombro semejante al de mis hijos, que podía aprender conceptos nuevos y que ello me remitiría a otros mundos si en mí estaba el incursionar por ellos.
Así fue que descubrí poco a poco a algunos escritores, no solamente desde el punto de vista académico ni como una asignatura obligada de mi lista de materias semestrales, sino de una manera más personal, casi íntima. Al calor de conversaciones salpicadas con citas y referencias poéticas, en tiempos cuando la erudición de los recién llegados florecía, cualquiera que fuese el tema.
Yo no le sé de cierto, lo supongo… solían ser expresiones con las que uno coronaba alguna frase en alusión indudable a Sabines.
Y fue así poco a poco que la lectura de la poesía del chiapaneco fue cobrando una importancia para convertirlo en un “imprescindible”, hasta el día de hoy.
De pronto leer al azar cualquier verso y verse atrapado en una lectura ávida eran y son casi lo mismo.
La voz cotidiana, sin falsas entonaciones nos acerca al hombre de a pie, al que se para junto a nosotros entre muchos, en una esquina a esperar el cambio de luz para cruzar la calle, sumido en sus pensamientos en sus sueños, masticando también sus frustraciones igual que usted y yo.
Al leerlo nos proyectamos en un acto de complicidad porque le entendemos cuando la soledad lo lleva a mirar al cielo raso de su cuarto mientras escucha los ruidos de una ciudad que no da tregua y dice para si: Habría que bailar ese danzón que tocan en el cabaret de abajo… uno es un tonto acostado, sin mujer, aburrido, pensando, solo pensando….
Jaime Sabines brinda al que se acerca palabras en las que se puede encontrar de diferentes maneras. Es como esos ventanales de las calles de la ciudad que reflejan a quienes pasan. Cada uno se mira de diferente manera: con prisa y sin detalles, de soslayo con cierta timidez, plenamente buscando ajustar la imagen proyectada al paso casual al ideal que se desea aunque sea por ese momento fugaz en que el reflejo del vidrio nos devuelve la idea que tenemos de nosotros mismos. Pero todos se encuentran. Nos encontramos.
…Soy una cicatriz que ya no existe,
un beso ya lavado por el tiempo,
un amor y otro amor que ya enterraste.
Pero estás en mis manos y me tienes
y en tus manos estoy, brasa, ceniza,
para secar tus lágrimas que lloro…
(Sabines, Jaime. Te quiero porque tienes)
No todo está perdido

19 de septiembre de 1985

Eran apenas las 7:19 de la mañana. Mientras se terminaban los preparativos para enviar a una de las niñas a la escuela se sintió un movimiento muy fuerte en el edificio de cuatro pisos de los departamentos que habitábamos. Algo parecido al sacudimiento de un tapete, mientras uno seguía sobre él.
“¡Está temblando!” Solamente alcanzamos a abrazarnos y exclamar recomendaciones contradictorias: ¡Hay que salir a la calle, no, debajo del marco de la puerta! y mi hijo adolescente decía: ¡no salgas en bata mamá!
Para nosotros, residentes de la Colonia del Valle, no llegaron las cosas más allá.
Inmediatamente alcanzamos a comunicarnos por teléfono, primero a una compañera para acordar no ir a la primera clase porque el metro estaría, tal vez, interrumpido, y luego otra amiga habló desde la Colonia Ex Hipódromo de Peralvillo: ¡Acaba de caer un edificio de Tlatelolco! Fue un temblor muy fuerte, hay muchos daños.
Escéptica, como siempre he sido, diría más bien, cautelosa, tomé parcialmente la información ofrecida en esos primeros instantes.
La electricidad estaba cortada de manera que ni radio o televisión funcionaban.
Quedamos en casa a espera de que se reanudara la comunicación, para entonces los teléfonos tampoco estaban en servicio.
Se escuchaba a lo lejos el llanto de las sirenas, ambulancias o patrullas.
A media mañana salí. En el corto camino hacia el mercado miré grupos de personas alrededor de radios portátiles, me acerqué a uno de ellos y escuché la voz de Jacobo Zabludovsky que decía “sigo por la avenida Chapultepec y alcanzo a mirar el edificio de Televisa colapsado”. Seguí escuchando en otra estación alguien decía que el Multifamiliar Juárez estaba derrumbado también, regresé corriendo a la casa para pedirle a mi hijo fuera a la secundaria de las niñas y las recogiera.
Estuvimos durante el resto del día encerrados, sin comunicación y sin luz. En un silencio espeso que llenábamos a pausas con especulaciones razonables. Aquella era una experiencia desconocida y en una familia donde solamente yo era la adulta había que moderar el miedo.
Nada más supimos. En la noche escuchamos a lo lejos que gritaban para que se abriera la reja de la calle, al parecer el edificio estaba vacío, ni siquiera el portero quedaba, salimos a abrir a mi esposo que llegaba procedente de Mexicali, entró y nos miró a todos alrededor de unas velas y nos abrazó emocionado. No entendíamos por qué estaba tan alterado y conmovido al vernos bien. Nos contó entonces cómo se miraba la parte de la ciudad en su recorrido desde el aeropuerto y cómo había ya imágenes en televisión de lo terrible que había sido el sismo y parte de sus efectos.
Aquella noche, sin más información y con un sentido común absurdo, dormimos todos en la sala sobre la alfombra, junto a un enorme y pesado librero que –ahora que lo pienso– de haberse presentado con mayor impacto otro temblor hubiéramos quedado aplastados bajo el mueble, y todo el edificio, puesto que vivíamos en planta baja.
No fue hasta las seis de la mañana del 20 de septiembre cuando, ya restablecido el servicio eléctrico, empezamos a ver por televisión la magnitud del desastre. No hay palabras para describir todas las emociones frente aquellas imágenes: edificios habitacionales, oficinas, hospitales quedaron bajo escombros. Cuerpos atrapados dejando ver alguna parte, daban cuenta del drama en el que la ciudad se encontraba.
Muchas historias pequeñas y personales quedan insertas en el gran desastre, algunas asombrosas. En el mero Centro Histórico hubo una tienda de cristalería, al lado de edificios que se dañaron visiblemente, estuve ahí días después, y pregunté si todo lo que descansaba en anaqueles que cubrían la pared, estaba ahí el día del sismo: todo, me dijeron, nada se cayó, nada se quebró. Asombroso.
Siguieron días de silencio y encierro, no había nada qué hacer, ofrecimos ayuda pero realmente no estábamos en condiciones de colaborar, sin idea de cómo hacerlo, sin herramienta y sin conocer aún todo lo que traía consigo aquel tremendo evento.
Nos admiramos y lloramos con las historias heroicas de rescatistas, supimos de la capacidad de sobrevivencia de recién nacidos y de enfermos. Conocimos la solidaridad de amigos y vecinos de los miles de damnificados, vivimos la abnegación y entrega de médicos y cuerpos de rescate. En aquellos días las televisoras y los medios en general, tuvieron un papel importante, fueron moderados, impactados quizá por el peso de una realidad que literalmente nos había caído encima.
Hubo otras experiencias, algunos solamente tomaron sus efectos personales y salieron de la ciudad.
Otros salieron para nunca volver.
Los más, sobrevivimos.


¿Quién dijo que todo está perdido?
Yo vengo a ofrecer mi corazón.
Tanta sangre que se llevó el río,
yo vengo a ofrecer mi corazón.

No será tan fácil, ya sé que pasa.
No será tan simple como pensaba.
Como abrir el pecho y sacar el alma, una cuchillada de amor.

Luna de los pobres, siempre abierta,
yo vengo a ofrecer mi corazón…

(Páez, Fito. Yo vengo a ofrecer mi corazón)
Un mundo raro
(de la sección de añoralgias)

El sol de media tarde en el verano parece cobrar intensidad inusual. El camino sinuoso desde la carretera principal lleva una procesión de autos con el mismo destino.
Es día de fiesta, se celebra el cumpleaños del hijo del compadre del vecino del amigo. Qué más da, hay fiesta.
Fuimos invitados por alguien cercano a la familia y eso es suficiente, además cooperamos cantando y recordando las canciones que pocos recuerdan ya, y que los músicos entusiasmados inician sin saber después dónde terminar.
Llegan por grupos familiares y por zonas geográficas aledañas. Los nombres son en sí mismos característicos de regiones reconocidas por sus habitantes añejos.
Se acercan también quienes han hecho amistad con estos grupos de lugareños aún sin pertenecer a ninguna actividad productiva, social o cultural que los relacione, son solamente amigos.
Alguna ocasión quizá se habrá coincidido en otros sitios, en otras celebraciones, y de la algarabía que conlleva la canción y el vino se establecen acuerdos que se cumplen después en el siguiente encuentro.
Para la fiesta y la celebración nunca falta el conocido del amigo del señor que en una ocasión cantó “aquella canción” y entre “yo me encargo de avisarle” o “yo lo invito” se pactan compromisos para reencuentros en el futuro inmediato.
Ya una vez instalados en el festejo resulta que por ahí anda la sobrina de una prima que se fue al “otro lado” y que se quitó el nombre “porque así se acostumbra allá”, entonces se le llama y se presenta de nuevo al tío y su familia y empieza una ronda de recuerdos, salpicados de nombres, eventos y lugares y claro, los recuerdos de los viejos ya idos algunos, que se tienen en común y que refrendan el parentesco.
Resulta ahora, que los recién llegados o apenas conocidos desde la fiesta anterior son primos en algún grado de los hijos del festejado.
No falta el viejo solitario a quien una familia amiga ha llevado y a pesar de sus dificultades para moverse, queda sentado muy cerca de la música y de la fogata que al caer la tarde se enciende. Mantiene una sonrisa que pareciera tatuada sobre el rostro y en sus ojitos color ámbar se reflejan las llamas de los troncos que empiezan a arder dándole a su mirada un brillo travieso. Alguien lo llama para pedirle que les recuerde la primera parte de una canción que no atinan a iniciar: … “Cuando te hablen de amor y de ilusiones…” canta muy suave y los músicos con respeto le acompañan de la misma manera. Solamente es un instante, alguien le alcanza una guitarra y el hombre pulsa con familiaridad sus cuerdas y en sus dedos es imposible notar edad alguna, se acompaña con vitalidad y maestría hasta el final de la canción. Al terminar regresa el instrumento y dice “ya no puedo tocar igual, los dedos se lastiman, a esta edad ya nada es lo mismo”
La fiesta continúa, ya pasaron “Las mañanitas” y las fotos familiares, ya se ha ido a buscar vino más de dos veces desde que se inició la reunión. Los asiduos cantan a voz en cuello y gritan los títulos de sus canciones solicitando sus preferidas, algunas parejas se acercan entre sí un poco más y otros más se animan a pedir una melodía para bailar. Los jóvenes se alejan para hacer su fiesta aparte alrededor de música grabada y la hielera con cerveza.
El amigo que nos invitó ya no se encuentra (o no lo encontramos) y mientras buscamos al anfitrión para despedirnos me tropiezo con una señora mayor que es muy cercana a la familia pero que está perdida en la cocina y tiene hambre. Le digo que se siente en la mesa del comedor junto a muchos niños que alguien fue a dejar frente al gran televisor y le sirvo un plato caldo que no fue la comida servida a los demás, pero que está sobre la estufa y tiene buena vista.
Finalmente nos retiramos, sin despedirnos, caminamos entre las veredas oscuras rumbo al sitio donde estacionamos los autos, cantamos un trozo de la última canción cuyos acordes nos llegan a la distancia, “¡traigo un amor, y lo traigo tan adentrooooo!”
Descubrimos que estamos atrapados entre un árbol y un pick up con pacas de alfalfa. No sé quién puso el árbol ahí o movió mi auto, no estaba ahí cuando llegamos, creo.
Bueno, qué se le va a hacer, tendremos que regresar, alguien grita que quien quiera comer menudo ya está listo y varias mujeres empiezan a estirar unas aromáticas tortillas de harina sobre la plancha de un bote de lámina destinado como estufa y que sirve de comal. También hay café.
Al rato que alguien mueva los autos, nos vamos, mañana es domingo y pasado… también.
..Y si quieren saber de mi pasado,es preciso decir otra mentira,les diré que llegué de un mundo raro,que no sé del dolor, que triunfé en el amory que nunca he llorado…
(Jiménez, José Alfredo. Un mundo raro)
Tiempos de libertad
(de las Añoralgias)

Hay días en los cuales se levanta uno con la sensibilidad a flor de piel. Parecería que tiene también una línea directa entre percepciones singulares y la evocación inmediata de tiempos lejanos ya que se llevaron épocas más sencillas y días más luminosos.
La adolescencia tan llena de adjetivos, complicada y compleja en sí misma, tiene, por otra parte, la cualidad de haber sido el tiempo en que los adultos que somos, encontraron su origen.
Los años de secundaria trasladaron al niño con trazo firme hacia el hombre o la mujer del futuro apenas esbozado.
Llegamos en los años de 1961 con gran alborozo a conocer espacios nuevos de libertad y alguna autonomía. Grandes logros y emociones estrenadas: las clases se terminaban en una hora, los maestros por buenos o terribles que nos parecieran llegaban y se retiraban en un tiempo medido, los compañeros provenían de diferentes escuelas y nos encontrábamos muchos por primera vez en la misma aula. Había términos nuevos que sonaban muy bien:” receso, hora libre”. La conversación era el mejor deporte, hablábamos y conversábamos interminablemente. Difícil de imaginar pero teníamos que usar uniforme diariamente y eso era novedoso causándonos gusto y orgullo.
Encontramos que había asignaturas que nos resultaban interesantes, agradables y esperábamos ansiosos la hora en que apareciera el profesor Manuel Carballo o la maestra de inglés.
Él álgebra nos impresionó, utilizar letras en lugar de números y plantear todos los ejercicios con un “X” como incógnita, eran demasiadas abstracciones para quienes teníamos además el problema de una espinilla inoportuna en la barbilla que estropeaba el encanto escaso de nuestros rostros en crecimiento de aquellos años.
El subdirector de la Secundaria Migoni medía (según mi apreciación de entonces) como dos metros, hablaba fuerte y era el maestro de matemáticas de tercer año. Alguna vez durante el primer año me acerqué a su clase desde la puerta y todos aquellos signos que desplegaba en el pizarrón me dejaron sin aliento, era otro idioma y yo no lo aprendería nunca.
Los profesores se dirigían a uno llamándonos señorita o joven. Había algún maestro que les decía a los muchachos “mi amigo” y eso no era nada bueno.
Se aprendían modos de ser de otros y los amigos nuevos aprendían de uno.
Poco a poco se formaron los grupos naturales entre compañeros afines, los muchachos que practicaban algún deporte, los que iban al mismo taller, los grandes que fumaban y tenías novias, las chicas chaparritas sentadas en los dos primeros mesabancos, las que venían de las mismas escuelas y se conocían de tiempo, las grandes que se consideraban así porque eran altas o usaban maquillaje. Ahí llegué, primero porque llegué a la escuela ya iniciado el periodo escolar, segundo porque mi estatura me ubicaba entre ellas pero creo que lo que tuvo que ver más con mi integración a este grupo fue que me invitaron a sentarme junto a ellas en un lugar desocupado. La primera acción fue salir en grupo al baño donde me ofrecieron un lápiz labial que todas usaban se llamaba Café Expres y era de Max Factor. Desde entonces utilicé color en los labios y toda la vida he preferido los tonos parecidos a aquel color de mi adolescencia.
A la salida podía uno tomar un “pesero” (cuando los taxis de ruta cobraban efectivamente un peso) que circulaba por la calle primera y por la Juárez en un circuito que utilizábamos de ida o vuelta.
Lo mejor era caminar por la calle Primera hasta la calle Gastélum donde estaba la Terminal de autobuses para El Sauzal. El recorrido era sin prisas, platicado y acompañados de alumnos de otros grados. Caminé muchas veces junto a dos compañeras gemelas: Irma y Elena León. En ocasiones caminé junto A Graciela Padilla, una compañera a quien volví a ver en 1968 en la misma clínica donde nació mi primer hijo.
Los tiempos de libertad nos llevaban a gastar el dinero ahorrado del taxi en un refresco y una dona en una cafetería que era como una segunda escuela. Las Donas, que se ubicaba en la calle tercera. Ahí se acercaban los muchachos a compartir la conversación y el momento. Se tejían amistades y afectos y se esbozan ya con claridad los rasgos del carácter de muchos de nosotros. Se escuchaba la música de una rockola que funcionaba con monedas americanas.
Ahí miré a mis amigas “grandes” llorar con el corazón herido. Ahí también miré a chicos con caras de hombres declarar su amor a alguien que a veces sin piedad los rechazaba y también por vez primera mirábamos que chicos y chicas se tomaban de la mano o se acercaban en un beso.
Los Everly Brothers cantaban Fugitivo, Ray Coniff acompañaba con El Mar. Enrique Guzmán entonaba Payasito y César Costa copiaba todas las canciones que a veces preferíamos con Paul Anka.
Ya éramos grandes, decidíamos ir al cine por la tarde o reunirnos en la casa de alguna amiga y de ahí salir a caminar por la Ruiz a hacer algún encargo, pretexto suficiente para seguir con la conversación suspendida apenas horas antes.
Ya en casa, cada uno volvía a la realidad hogareña, a los conflictos familiares, a la escasez de recursos, a las tareas domésticas y quienes tenían una vida más holgada simplemente a recrear en sus mentes los sueños en un mundo que nos quisimos comer a grandes bocados. Bien por los que así lo hicieron.


…los besos se ofrecían e racimos
jugosos, abundantes,
teníamos veinte años y era mayo…
(Ceniceros, Hadassa)
Un día a la vez

Un viento triste lo recorre todo, cala los huesos, se escurre entre las grietas de los bolsillos y se asoma siniestro en los espejos.
La realidad no está aparte.
Mientras se escuchan discusiones “de fondo” sobre las fórmulas y pociones mágicas con las que se realizará el milagro convertir pobres en algo diferente, acá en lo privado de mi casa, abro un monedero y extiendo sobre la mesa el contenido: si compro un paquete de fideo, un tomate y tortillas…
En un rincón descansan el bastón y los zapatos del abuelo, ahora está en cama esperando paciente y callado que me acerque con algo de comida.
Entre reuniones en restaurantes exclusivos o en banquetes de lustre internacional, los que llevan las riendas del país discuten la importancia fundamental de elevar impuestos para que personas como yo y mi familia salgamos de esta condición.
La vecina ha venido temprano a decirme que su hijo se fue para la frontera con unos amigos que vinieron por él diciéndole que conocen a alguien que los puede pasar al otro lado. Ella tiene miedo pero no lo puede detener, el joven había estado muy desesperado desde que lo recortaron del taller donde trabajaba.
En el radio dijeron lo que se pretende obtener con el aumento del impuesto a alimentos y medicamentos, no alcanzo a entender la cantidad que dijeron. ¿Qué tendrá qué ver con nosotros? Trabajé muchos años en distintos empleos pero siempre fue con contrato y por tiempos cortos, así es que nunca tuve antigüedad, luego cuando me hice vieja, a los cuarenta, ya nadie me daba el mismo tipo de trabajo. Ahora menos, tengo que cuidar a mi suegro enfermo pues no tiene a nadie más.
Que dicen que el petróleo ahora es menos, ¿y eso qué tiene qué ver conmigo? Cuando hubo más, nosotros estábamos igual.
Lo bueno que todavía puedo trabajar en casas, aunque sea dos días por semana. Ahí miro la televisión mientras limpio, porque la señora tiene su tele encendida todo el tiempo, veo mensajes en los que dicen que necesitan de unidad y apoyo para acabar con la pobreza. ¿Acaso no son quienes hablan los encargados de decidir a quién ayudan con sus acuerdos?
Si cuando andan en campaña dicen que van a hacer esto o lo otro en caso de llegar a gobernar, ¿por qué cuando están allá, me siguen diciendo que necesitan algo más de mí si lo único que tenía de valor era mi credencial electoral, así me dijeron, y se las di para que anotaran el número y voté por el círculo de los colores que me enseñaron tantas veces?
Cuando regreso a mi casa en el microbús siento un silencio diferente entre los pasajeros. Nos sentamos donde siempre, casi todas las caras son conocidas, miramos hacia las calles a través de las ventanas, cada uno va sumido en sus pensamientos. La bolsa del mercado con la pequeña compra del día ha desaparecido, yo llevo algunos víveres que la señora me dio: verdura un poco vieja, un guisado que no comieron y una barra de pan que tenía tiempo en su refrigerador.
En el trayecto escucho a un señor que dice que no es una buena medida el aumentar impuestos en estos tiempos críticos, pongo atención, eso parece una buena opinión, es un señor que dicen tuvo un premio Nóbel de Economía en no sé que año. No entiendo que es eso, pero si sale en el radio debe ser importante.
Sigo escuchando, una señora indígena que estuvo tres años presa y condenada a 21 años de prisión por haber secuestrado a varios policías, ha sido puesta en libertad por falta de pruebas, pero dicen que no es inocente, no entiendo, solamente dicen que no pudieron hallarla culpable ¿entonces? Quiere decir que si alguien asalta este microbús y en el alboroto nos detienen a todos, alguien puede decir que yo participé y como no puedo demostrar que no ha sido así, ¿pueden detenerme por el tiempo que quieran? ¿Qué pasaría en mi casa si falto? ¿Cómo se enterarían si algo así me pasa? ¿Quién podría ayudarme?
¿Por qué estoy llorando? Solamente estoy imaginando cosas. Probablemente estoy cansada. Son las cinco, en la casa no hay comida y yo traigo en el estómago el café y el taco que como cuando salgo temprano de la casa.
Recuerdo del tiempo en que mi esposo asistió a aquellas reuniones contra el alcoholismo, antes de morir: hay que vivir un día a la vez, una vez lograda esa meta, nos enfrentaremos a la siguiente, otro días más.
Creo que nos hemos convertido en un país de Pobres Anónimos en necesidad de encontrar la fuerza para cambiar lo que podemos cambiar, aceptar lo que no podemos y atinarle a saber la diferencia.
Ahí la llevamos.

Al compadre Juan Miguel,no le pagan el jornal
y aunque no haiga de comer,
lo mesmo hay que trabajar.
Pobre compadre Miguel,
la vida que le ha toca’o.
Todo el día lo ha pasa’otrabajando y sin chistar,
por unos tragos de caña
el pobre compadre Juan.
Pobre compadre Miguel,
la vida que le ha toca’o…
(Yamandú Palacios-Oscar del Monte
Coplas del Compadre Juan Miguel)