martes, 24 de junio de 2008

Hubo un tiempo

De un tiempo acá algo se ha ido adelgazando en el tejido que soporta la capacidad de confianza, la disposición a conceder y la entrega gratuita de la esperanza.
Aunque el tema me remite principalmente a la experiencia de ciudadana abarca mucho más que eso.
Porque esta condición de desconfianza y sospecha permanente se ha ido formando a través de los últimos años -veinte quizá- a partir de la que se puede considerar como la relajación de las relaciones interinstitucionales.
Resulta complicado hablar de un estado de cosas en el pasado sin correr el riesgo de parecer anacrónica o peor aún, retrógrada.
Aceptando la tan llevada y traída afirmación de que ‘en política el fondo es forma’, las formas “nuevas” a partir del debilitamiento parcial primero, y generalizado después de las estructuras priístas de poder han dado lugar a un vacío en lugar de nuevos contenidos.
Instituciones creadas para sostener y fortalecer un esquema de gobierno particular fueron quedando desamparadas al irse diluyendo en las nuevas relaciones sus posibilidades de control y por lo mismo de funcionar.
Lo interesante es que en el análisis desde el cubículo del investigador o del aparador del privilegio mediático, la realidad pone en el escenario los elementos de interpretaciones evidentes, pero se olvida la mayoría de las veces, lo que significa realmente en el impacto directo al último de la cadena de estas relaciones que es el ciudadano.

Al igual que en las medidas de aparente control sobre los precios de ciertos productos bajo el argumento de que son los que “la gente” consume mayormente, encerrando en ese concepto la más amplia y sectaria muestra de la brecha clasista de México, el “ciudadano” viene a ser esa entidad abstracta en la que no se piensa cuando se habla del significado de los cambios, y la transición, y lo viejo y lo moderno y… lo que sea.
Al ciudadano, como usted y yo, o la gente, igual, como usted y yo, nos parecía natural y eficiente algunos de los trámites que efectuaba ante oficinas públicas; las personas que lo atendían a uno eran empleados con experiencia y destreza en el manejo de las áreas a las que estaban dedicados, el siguiente mando tenía también en control los pasos requeridos para hacer de tal o cual trámite un camino por el cual circulaba uno con moderada certeza.

Ahora el mismo recorrido ante la ventanilla lleva en sí una carga de incertidumbre de la que nada puede salvarnos, ante la improvisación de personal en cada administración en donde los allegados de los funcionarios, al igual que sus familiares, celebran con júbilo sexenal o trienal el premio gordo de haber llegado a un puesto y el reciclaje de empleados de una dependencia a otra, en áreas que no están relacionadas en absoluto; no queda más remedio que encomendarse a la mejor de nuestras creencias o simplemente al horóscopo para esperar que la suerte nos favorezca si no con la realización a buen término de nuestro trámite al menos con la mediana cortesía que nos permita terminar la jornada sin los sinsabores de la arrogancia y el desdén.
Lo peor que puede suceder después de una ruptura o una separación es que en algún momento de conflicto o problema llegue uno a añorar la parte buena de los malos tratos y esa sí es una derrota por partida doble.
Quienes pudieron (o pudimos) estar cansados y desgastados por todos los vicios que el régimen anterior albergó, a la distancia y ante la experiencia, podemos reconocer las formas -y por lo tanto el fondo- de algunas políticas que demostraron su eficiencia y las cuales bien podrían ser imitadas o conservadas.
Ante la explicación de las crisis de todo tipo, que sobrepuestas parecen ser como las capas de la cebolla en donde carencias y fallas parecieran no distinguirse unas de otras, se le agrega un desenfado y menosprecio por crear un nuevo modo de ser en las políticas públicas que brinden al último ciudadano en la cadena de los efectos de las decisiones, alguna seguridad y un poco de entendimiento acerca de la manera en que algunas cosas funcionan.
Mientras tanto, a riesgo de parecer anacrónicos quisiéramos hacer el utópico ejerció de tomar lo mejor de los mundos para armar una realidad en donde “la gente” -de nuevo, usted y yo- pudiésemos ser el objetivo de la eficiencia o la mejor de las intenciones de esta realidad en donde nos ha tocado vivir.

…No nací con vocación de héroe
No ambiciono
sino la paz de todos (que es la mía) sino la
libertad que me haga libre cuando no quede un
sólo esclavo…

(Pacheco, José Emilio. Fray Antonio De Guevara reflexiona mientras espera a Carlos V)

jueves, 19 de junio de 2008

por Javier Manríquez

LAS ESTACIONES DEL DÍA

Javier Manríquez

He tratado de recordar la fecha en que vi por primera vez a Hadassa Ceniceros, pero mi memoria se niega ya a pactar conmigo para darme pormenores de un tiempo enmarañado del que sólo surge, nítida, la imagen de una noche inolvidable y la figura de una mujer que sabía hablar y cantar bien, aparte de ser bella. Esa mujer a todas luces atractiva, que estaba de visita en la ciudad de México, era Hadassa Ceniceros. Aquella noche lluviosa de canciones y de vino esencial hicimos a un lado al cantante y al grupo de planta del lugar donde estábamos para cantar y tocar mejor que ellos y hasta las cumbres de la madrugada, y para que la voz de Hadassa fuera la llamarada que nos marcó al vuelo con las notas definitivas de La jardinera de Violeta Parra.

Octavio Paz ha dicho que “la poesía es siempre ceremonia”,1 y ahora que asistimos puntuales a este acto para cumplir con el ceremonial de acompañar a Hadassa Ceniceros en la presentación de Las estaciones del día, su primer libro de poemas, no quiero que sea una casualidad invocar la canción de la Violeta, pues en ella se entrelazan palabras que despliegan las vislumbres de una poética, de una teoría elemental de la creación poética: el poeta es jardinero y la poesía —como las flores— cura. La poesía sirve como el “cogollo de toronjil” que cultiva la jardinera como remedio para las penas, y las flores que ésta planta y cuida —“enfermeras” del alma: concreciones sensibles del poema— son para todos. Por eso la Violeta dice:

heredarás estas flores:
ven a curarte con ellas.

No es otra cosa lo que podemos expresar cuando presentamos un libro, cuando nos constituimos en la especie de puente que utiliza el autor para llegar al lector, cuando, como en este caso, leemos un puñado de poemas para ser portadores enseguida de una experiencia personal de claridad que debe trasmitirse —con rigor y generosidad a la vez— a los demás lectores, para que éstos se aproximen a la obra, tomen posesión de ella y la contemplen a partir de su lectura. Ver la obra ajena, particularmente si es de un contemporáneo —señala también Octavio Paz—, exige un acercamiento que es también un desprendimiento; al acercarnos al otro, nos alejamos de nosotros mismos: se trata no tanto de hacer nuestra la obra como de que ella, así sea por un instante, nos haga suyos.”2

Los poemas de Las estaciones del día comenzaron a captar mi atención y me fueron haciendo suyo desde el principio del libro, desde los discretos endecasílabos contenidos en el poema “Si dejarte leer”:

Si dejarte leer de mis palabras
...
fuera el modo secreto
de quererte...

Pero fueron definitivos los versos de “Hay una voz, me dicen” para darme cuenta de que Ceniceros sabe lo que hace, y logra saberlo de manera exacta porque el ser y la voz que se pasean en su escritura le pertenecen sólo a ella, como también pueden constatarlo los demás, los otros, los lectores, quienes le dan existencia plena para poder escribir:

Me aseguran que existe una voz
una palabra
que solamente a mí me pertenece.
Un tono para hablar
para decir.

Me dicen que mi juicio
y mi cariño
aún sin escribirlos
se distinguen.

Lleva mi tono un ritmo
y su medida.

En el texto que precede a los poemas del libro dije de algún modo que cada uno de ellos posee un ritmo propio que nos conduce a un fondo de vida que la autora conoce bien. Ceniceros consigue moldear imperceptiblemente esa materia suya: los contenidos sedimentados de la memoria, que pueden surgir, incluso, mientras sacude cuadros o lava los platos, espoleados por el cálculo con el que va ordenando las palabras precisas y que debe estar presente siempre para que no se vaya el hilo de la madeja del poema. Con esa escuela a cuestas, de la que no se desprenden nunca los buenos poetas, Hadassa Ceniceros sale a decir:3

Ensayo historias
con el suave sabor
que dejan los deseos alcanzados
puedo inventar también
la placidez de noches olorosas
a besos y caricias.

Ensayar historias y que éstas tengan el sabor de “los deseos alcanzados” requiere, desde luego, estar en posesión de un lenguaje que aliente y permita expresar la vivacidad de las imágenes poéticas. Dueña de ese lenguaje —un lenguaje sencillo, sin edad—, Hadassa Ceniceros accede entonces a la concreción de la materia que veremos fluir sin tropiezos a lo largo de Las estaciones del día: el tema del amor, que es el eje de la obra. Y la apuesta de Hadassa está en decir el amor, apacible y firme, contra viento y marea, contra la sustancia del tiempo y sus accidentes, para contemplarse a sí misma en lo que escribe mientras la oímos, muy quedo, repetir:

Tras el cristal azul de mi ventana
mis ojos entre líneas me sonríen
el tiempo aún es promesa
a la distancia
la vida estalla en olas en la playa.4

Copilco, Distrito Federal, 11 de junio de 2008

De memoria

Hay días, lo digo con frecuencia, que al caminar descalza al levantarme por la mañana siento en las plantas de los pies el frío de las baldosas y el precipitar de recuerdos desordenados.

A la distancia de mis ojos, mis pies se miran tan frescos como en la adolescencia o antes y no digo que así se conserven -aunque aquí entre nos se mantienen bastante bien- sino que entre la vista cansada de hace poco y la miopía de toda la vida no alcanzo a distinguir más que el final de mis extremidades sin edad ni tiempo.

Recuerdo entonces el tiempo apresurado del aseo temprano y el refrigerio ligero para salir corriendo a la escuela. Recuerdo también tratar de ganar turno en aquella casa de asistencia-internado para bañarse a la hora exacta donde acordaba con las otras chicas la manera que todas tuviésemos nuestro tiempo par el baño matutino en los tiempos del bachillerato.

En general recuerdo mientras enciendo la cafetera eléctrica, todas las veces que he preparado el café por la mañana a lo largo de mi vida y guardo con gusto en la memoria la jarra verde de peltre con unas flores rosas en las que se preparaba un rico café instantáneo con leche para acompañar el pan dulce y me parece que en el tintinear de la cuchara a los lados de la jarra se cuentan los años que han pasado desde entonces y encuentro que no alcanzo a calcularlos así de pronto.

Lo que sí sé es que viviendo en familia, en casa de asistencia o en un internado y ya más adelante en comunidad, entender nuestro tiempo encierra el secreto de la convivencia en armonía y en orden.

Pero volviendo al principio, hay días en que pareciera que una lija de realidades le ha quitado una capa a nuestra piel y nos deja los sentidos en la superficie, expuestos a que el menor roce con la vida que llevamos nos remita sin piedad a un laberinto de recuerdos de variada intensidad.

Cruza uno las calles de la ciudad y mira el rostro de un compañero de hace muchos años y descubre el rostro juvenil debajo de las líneas del tiempo y de los surcos que quedan después de una enfermedad o un dolor, abre uno el diario y mira las figuras redondas de excompañeros de alguna etapa pasada y remota celebrando aniversarios y logros profesionales, y mira uno hacia uno mismo y encuentra a veces su propia imagen reflejada en pausas de años y duda en pensar que el turno de la celebración, el premio o el turno sencillo de brillar le haya tocado a tiempo.

Hoy hago un ejercicio de abstracción y desde mi ventana miro el color del mar siempre neblinoso y siento la brisa pegajosa del casi verano y entonces recuerdo a la amiga que me enseñó a guardar el equilibrio en una bicicleta. Recuerdo que con un año mayor de edad “era grande” y me daba consejos sobre los novios, consejos que a ella no le sirvieron y a mí tampoco. Y pienso entonces con una sonrisa en un jovencito en quien pensaba y que con un nombre extraño como “Carmelo, Heleno o Rito” estaba lejos de ser el joven ideal. Recuerdo con pena cómo la vida lo quebró temprano y al pasar los años me encontré de nuevo con su nombre en la lápida empolvada del panteón.

El aroma del café inunda la casa, busco los zapatos pero antes paso mi mano por las plantas del pie para limpiar un poco el polvo de algunos recuerdos y conservar otros que para esta hora ya llegaron hasta mi corazón.

¡Buenos días!

Hoy podría quererte de memoria
recordar, por decirlo la tarde en el desierto
cuando llenos de sol, hambrientos, trastornados
agotamos la sed a mediodía sobre arena caliza

El sol caído a plomo arrojó sobre el día
un vaho espeso penetrado de sal,

El tiempo, aquellos tiempos
lo medimos por olas,

los días, los de entonces, se marcaron con luz

y mi piel en tu cuerpo resguardaba tus noches

En días calurosos, lo recuerdo
mis manos contenían limitadas
tus formas desbordadas de calor

Mi cuerpo conocía tu llegada
y antes, aún a distancia
al llamado confiado de tu nombre
me diluía en arroyos de pasión.

viernes, 13 de junio de 2008

La tercera Edad

En la hoguera de las vanidades la idea o la ilusión de conservar la juventud o su apariencia el mayor tiempo posible resulta ser la más inflamable.
Vivimos rodeados de estímulos que conducen la voluntad a buscar los productos que retrasen lo más posible el reloj biológico.
Programas televisivos se ocupan de dar los pormenores de las intervenciones que devuelven apariencias juveniles o moldean cuerpos para llenar expectativas de dudosa seducción. El tema surge de la manera más natural en las conversaciones cotidianas en referencia a tal o cual persona, hombre o mujer, que ya acudió al cirujano plástico para darse una ayudadita.
Con las excepciones comprensibles de quienes requieren cirugía por motivos de salud o funcionales, lo demás es sólo el mercado libre de la recuperación de una frescura que no se ubica precisamente en la piel, en el seno abultado con artificios o el abdomen plano temporalmente.¿Qué se busca? Si el paso del tiempo es un proceso ineludible y la evolución de la mentalidad también pasa por esa experiencia. ¿Quedarse detenido o detenida en una talla juvenil mientras los ojos acusan una edad de esas que llaman tercera?
¿Dónde se queda el crepitar de los huesos y la inseguridad que representa bajar escaleras o dudar de la distancia entre obstáculos ocasionales al deambular por la casa?
¿Dónde se operan las personas el sueño que hace cabecear en una reunión mientras otros se ocupan de la conversación? ¿En qué sitio se extirpa la intolerancia y desesperación que provocan los gritos y algarabía de infantes?
Las etapas de la vida van llevando nuestra mente a través de experiencias que se moldean con el paso de los años. El gusto por la quietud, la siesta, el silencio o el café con pan dulce de la tarde no tendrían que mirarse como signos sospechosos de envejecimiento sino como el privilegio que se gana con la edad para darse el gusto del descanso o el antojo.
La vida privada e íntima sigue teniendo sus satisfacciones y queda en ese ámbito personal las formas de vivir con plenitud sus particularidades.
Hay una riqueza que encierra cada persona mayor que se pierde si no hay quien recoja los relatos y anécdotas de épocas vividas en plenitud y donde nuestros mayores fueron testigos presenciales de eventos significativos para una comunidad que hace sesenta u ochenta años se estaba formando.
Digo ese tiempo porque a estas alturas ya no existen personas de más edad que puedan transmitirnos la historia oral que debiéramos atesorar aunque fuera en nuestra memoria para relatarla más adelante.
Así que mientras una generación de personas alrededor de los sesenta años quiere refrescarse la silueta y los rasgos faciales para quedar como en el tiempo de los Beatles jóvenes o las chicas ye ye -aunque más bien quisieran ser Raquel Welch o alguna otra chica Bond- otra, la de nuestros padres se pierde en el ocaso de la indiferencia o el olvido.
Sin extremismos, cuidar la imagen y la salud, preocuparnos por dejar de ser un país de los primeros lugares en el mundo en obesidad y al mismo tiempo resguardar la historia regional y la crónica de una ciudad con vida rica en datos pueden ser experiencias compatibles e igualmente reforzadoras de la identidad como ciudad.

Mientras tanto…

Hoy es el día en que me habrán de preguntar de alguna manera ¿en qué me inspiro para escribir poesía? y entre las posibles respuestas tendré que explicar que la tal inspiración es solamente el detonante que da paso al flujo de emociones y sentimientos convertidos en palabras, pero donde no hay nada resguardado no hay explosión que invente el resultado.
Les recuerdo que la cita es hoy a las 7.30 en la Galería del Centro Cultural Riviera de Pacífico: Presentación del Libro de poesía Las Estaciones del Día.

…Bajo tu sombra, el viento del invierno
es una lluvia triste, y los hombres, amor,
son cuerpos gemidores, olas
quebrándose a los pies de las mujeres
en un largo momento de abandono
-como nardos pudriéndose.

Es la hora del sueño, de los labios resecos,
de los cabellos lacios y el vivir sin remedio.

Pero si el viento norte una mañana,
una mañana larga, una selva,
me entregara el corazón desecho
del alba verdadera, ¿imaginas, ciudad,
el dolor de las manos y el grito brusco, inmenso,
de una tierra sin vida?...

(Huerta, Efraín. Declaración de Amor)

lunes, 2 de junio de 2008

¿De dónde vienen los poemas?

A escasos días de la presentación de poesía Las Estaciones del Día, he querido hacer un ejercicio de reflexión o más bien de introspección para llegar al punto en el que pueda decir por qué escribo poesía.
Los caminos de mi vida, que no son extraordinarios ni heroicos, me han llevado en ocasiones a los territorios tumultuosos del quehacer cotidiano que significa atender un empleo, una familia numerosa, actividades políticas eventualmente y la voluntad de desarrollar una carrera en el campo de las letras.
Los tiempos entre una y otra actividad son breves y cuando se acompañan de una benévola soledad silenciosa hacen posible que el pensamiento se libere y fluya en ideas que van conformando algún poema. Son como apuntes para desarrollar más tarde algún tema más extenso. De ahí nacen los poemas, de la vida de cada día, de la emoción causada por una alegría o una pena. Del diálogo con un interlocutor imaginario, distante a veces, o del ordenamiento del pensamiento propio a las posibles versiones de lo que sería una conversación ideal con el amado, el ausente, el ideal o el ingrato.
A veces los temas se refieren a cosas, a eventos de la naturaleza, pero siempre ligados a ese sentimiento central que es la experiencia amorosa.
A esas ideas anotadas como premisas les sigue otro tiempo de dedicación a la búsqueda del complemento de cada idea original. Se insiste, se mide y agregan los conceptos en palabras que den cuerpo y forma al pensamiento central. Como en un rompecabezas de variado número de piezas, busca uno la voz que corresponda por todos sus lados a las piezas inmediatas para ir conformando el cuadro completo.
Hay ocasiones en que en una especie de flujo inacabable las palabras vienen enlazadas a otras y otras y en algo parecido al trabajo del dactilógrafo, solamente anoto la lluvia de ellas. De cualquier forma, en otro momento, la lectura calmada y cuidadosa hace que busque otros términos ahí donde hay repetición, cacofonía o imprecisión.
Tal vez sean, en mi caso, tres los tiempos de cada poema antes de dejarlos descansar un rato: la idea, la incorporación del resto del poema, la lectura y revisión.
Todo lo anterior es un proceso personal, solitario e íntimo.
Las Estaciones del Día, es la primera publicación en libro que presento, no es lo primero que he escrito, no es lo más reciente tampoco, es el resultado del verano de 2005 y no obedece tampoco a una experiencia particular, es la expresión de un momento que puede ajustarse a la medida de cada lector y en donde no se encontrarán de modo alguno con una biografía personal ni relato confesional.
Es el ejercicio de las emociones traducidas en palabras en un período grato, de buen clima, conversación alegre y la esperanza siempre presente de que la vida puede ser traducida de tantas formas como intérpretes haya.
La experiencia de esta publicación ha tomado tiempo y ha tenido también momentos de turbulencia y desencanto pero ha prevalecido la idea de compartir a través de un texto la calidez de la vida en el camino que elegimos transitar.
Los temas son los más frecuentes: el amor, la memoria, los recuerdos, la muerte, el olvido y la vida.
No escribo enigmas ni misterios.
Sólo escribo

Al maestro con cariño:

Encuentro el miércoles en la nota dedicada a la vida y trayectoria profesional del Profesor Francisco González Lujano una fotografía de su grupo de Quinto Año en la Escuela Artículo 123 de El Sauzal, a la izquierda del profesor en el cuarto lugar veo mi cara sonriente de los doce años. El profesor Pancho fue mi maestro en quinto y sexto año pero además estuve presente, por azares del destino, en el grupo donde presentó su examen profesional en 1958, fue ante el grupo de cuarto año de la Escuela Primaria Álvaro Obregón de Tijuana Baja California. Su examen consistió en una exposición de una clase de Botánica con el tema Las partes de la Hoja.
El profesor González Lujano me distinguió como alumna durante los dos años finales de mi educación primaria con un trato personalizado e impulsó inquietudes que contribuyeron a mi desarrollo personal. Cuidadoso, preparado y entusiasta, aportó a mi vida (y a la de muchos otros) en formación con valores en todos los campos que hasta la fecha conservo, los conceptos estéticos fueron una preocupación constante y la participación en la comunidad una de sus motivaciones. Una parte importante de la persona en quien me convertí en la vida adulta tuvo como base indudable la influencia de mi maestro de primaria a quien recuerdo hoy mismo con su voz llena de claridad y autoridad, el sentido del humor y la sensibilidad para impulsar las cualidades personales y únicas en sus alumnos. ¡Felicidades profesor!

…Aquí un momento solo
sin edades
desvestidos de espera
desnudos de palabras
nos miramos
viajo por tus contornos
bebo sonrisas
y en un instante breve
tras un leve suspiro
sucumbimos.

(Ceniceros, Hadassa. Aquí y ahora)