jueves, 19 de junio de 2008

por Javier Manríquez

LAS ESTACIONES DEL DÍA

Javier Manríquez

He tratado de recordar la fecha en que vi por primera vez a Hadassa Ceniceros, pero mi memoria se niega ya a pactar conmigo para darme pormenores de un tiempo enmarañado del que sólo surge, nítida, la imagen de una noche inolvidable y la figura de una mujer que sabía hablar y cantar bien, aparte de ser bella. Esa mujer a todas luces atractiva, que estaba de visita en la ciudad de México, era Hadassa Ceniceros. Aquella noche lluviosa de canciones y de vino esencial hicimos a un lado al cantante y al grupo de planta del lugar donde estábamos para cantar y tocar mejor que ellos y hasta las cumbres de la madrugada, y para que la voz de Hadassa fuera la llamarada que nos marcó al vuelo con las notas definitivas de La jardinera de Violeta Parra.

Octavio Paz ha dicho que “la poesía es siempre ceremonia”,1 y ahora que asistimos puntuales a este acto para cumplir con el ceremonial de acompañar a Hadassa Ceniceros en la presentación de Las estaciones del día, su primer libro de poemas, no quiero que sea una casualidad invocar la canción de la Violeta, pues en ella se entrelazan palabras que despliegan las vislumbres de una poética, de una teoría elemental de la creación poética: el poeta es jardinero y la poesía —como las flores— cura. La poesía sirve como el “cogollo de toronjil” que cultiva la jardinera como remedio para las penas, y las flores que ésta planta y cuida —“enfermeras” del alma: concreciones sensibles del poema— son para todos. Por eso la Violeta dice:

heredarás estas flores:
ven a curarte con ellas.

No es otra cosa lo que podemos expresar cuando presentamos un libro, cuando nos constituimos en la especie de puente que utiliza el autor para llegar al lector, cuando, como en este caso, leemos un puñado de poemas para ser portadores enseguida de una experiencia personal de claridad que debe trasmitirse —con rigor y generosidad a la vez— a los demás lectores, para que éstos se aproximen a la obra, tomen posesión de ella y la contemplen a partir de su lectura. Ver la obra ajena, particularmente si es de un contemporáneo —señala también Octavio Paz—, exige un acercamiento que es también un desprendimiento; al acercarnos al otro, nos alejamos de nosotros mismos: se trata no tanto de hacer nuestra la obra como de que ella, así sea por un instante, nos haga suyos.”2

Los poemas de Las estaciones del día comenzaron a captar mi atención y me fueron haciendo suyo desde el principio del libro, desde los discretos endecasílabos contenidos en el poema “Si dejarte leer”:

Si dejarte leer de mis palabras
...
fuera el modo secreto
de quererte...

Pero fueron definitivos los versos de “Hay una voz, me dicen” para darme cuenta de que Ceniceros sabe lo que hace, y logra saberlo de manera exacta porque el ser y la voz que se pasean en su escritura le pertenecen sólo a ella, como también pueden constatarlo los demás, los otros, los lectores, quienes le dan existencia plena para poder escribir:

Me aseguran que existe una voz
una palabra
que solamente a mí me pertenece.
Un tono para hablar
para decir.

Me dicen que mi juicio
y mi cariño
aún sin escribirlos
se distinguen.

Lleva mi tono un ritmo
y su medida.

En el texto que precede a los poemas del libro dije de algún modo que cada uno de ellos posee un ritmo propio que nos conduce a un fondo de vida que la autora conoce bien. Ceniceros consigue moldear imperceptiblemente esa materia suya: los contenidos sedimentados de la memoria, que pueden surgir, incluso, mientras sacude cuadros o lava los platos, espoleados por el cálculo con el que va ordenando las palabras precisas y que debe estar presente siempre para que no se vaya el hilo de la madeja del poema. Con esa escuela a cuestas, de la que no se desprenden nunca los buenos poetas, Hadassa Ceniceros sale a decir:3

Ensayo historias
con el suave sabor
que dejan los deseos alcanzados
puedo inventar también
la placidez de noches olorosas
a besos y caricias.

Ensayar historias y que éstas tengan el sabor de “los deseos alcanzados” requiere, desde luego, estar en posesión de un lenguaje que aliente y permita expresar la vivacidad de las imágenes poéticas. Dueña de ese lenguaje —un lenguaje sencillo, sin edad—, Hadassa Ceniceros accede entonces a la concreción de la materia que veremos fluir sin tropiezos a lo largo de Las estaciones del día: el tema del amor, que es el eje de la obra. Y la apuesta de Hadassa está en decir el amor, apacible y firme, contra viento y marea, contra la sustancia del tiempo y sus accidentes, para contemplarse a sí misma en lo que escribe mientras la oímos, muy quedo, repetir:

Tras el cristal azul de mi ventana
mis ojos entre líneas me sonríen
el tiempo aún es promesa
a la distancia
la vida estalla en olas en la playa.4

Copilco, Distrito Federal, 11 de junio de 2008

No hay comentarios: