domingo, 11 de octubre de 2009

Tiempos de libertad
(de las Añoralgias)

Hay días en los cuales se levanta uno con la sensibilidad a flor de piel. Parecería que tiene también una línea directa entre percepciones singulares y la evocación inmediata de tiempos lejanos ya que se llevaron épocas más sencillas y días más luminosos.
La adolescencia tan llena de adjetivos, complicada y compleja en sí misma, tiene, por otra parte, la cualidad de haber sido el tiempo en que los adultos que somos, encontraron su origen.
Los años de secundaria trasladaron al niño con trazo firme hacia el hombre o la mujer del futuro apenas esbozado.
Llegamos en los años de 1961 con gran alborozo a conocer espacios nuevos de libertad y alguna autonomía. Grandes logros y emociones estrenadas: las clases se terminaban en una hora, los maestros por buenos o terribles que nos parecieran llegaban y se retiraban en un tiempo medido, los compañeros provenían de diferentes escuelas y nos encontrábamos muchos por primera vez en la misma aula. Había términos nuevos que sonaban muy bien:” receso, hora libre”. La conversación era el mejor deporte, hablábamos y conversábamos interminablemente. Difícil de imaginar pero teníamos que usar uniforme diariamente y eso era novedoso causándonos gusto y orgullo.
Encontramos que había asignaturas que nos resultaban interesantes, agradables y esperábamos ansiosos la hora en que apareciera el profesor Manuel Carballo o la maestra de inglés.
Él álgebra nos impresionó, utilizar letras en lugar de números y plantear todos los ejercicios con un “X” como incógnita, eran demasiadas abstracciones para quienes teníamos además el problema de una espinilla inoportuna en la barbilla que estropeaba el encanto escaso de nuestros rostros en crecimiento de aquellos años.
El subdirector de la Secundaria Migoni medía (según mi apreciación de entonces) como dos metros, hablaba fuerte y era el maestro de matemáticas de tercer año. Alguna vez durante el primer año me acerqué a su clase desde la puerta y todos aquellos signos que desplegaba en el pizarrón me dejaron sin aliento, era otro idioma y yo no lo aprendería nunca.
Los profesores se dirigían a uno llamándonos señorita o joven. Había algún maestro que les decía a los muchachos “mi amigo” y eso no era nada bueno.
Se aprendían modos de ser de otros y los amigos nuevos aprendían de uno.
Poco a poco se formaron los grupos naturales entre compañeros afines, los muchachos que practicaban algún deporte, los que iban al mismo taller, los grandes que fumaban y tenías novias, las chicas chaparritas sentadas en los dos primeros mesabancos, las que venían de las mismas escuelas y se conocían de tiempo, las grandes que se consideraban así porque eran altas o usaban maquillaje. Ahí llegué, primero porque llegué a la escuela ya iniciado el periodo escolar, segundo porque mi estatura me ubicaba entre ellas pero creo que lo que tuvo que ver más con mi integración a este grupo fue que me invitaron a sentarme junto a ellas en un lugar desocupado. La primera acción fue salir en grupo al baño donde me ofrecieron un lápiz labial que todas usaban se llamaba Café Expres y era de Max Factor. Desde entonces utilicé color en los labios y toda la vida he preferido los tonos parecidos a aquel color de mi adolescencia.
A la salida podía uno tomar un “pesero” (cuando los taxis de ruta cobraban efectivamente un peso) que circulaba por la calle primera y por la Juárez en un circuito que utilizábamos de ida o vuelta.
Lo mejor era caminar por la calle Primera hasta la calle Gastélum donde estaba la Terminal de autobuses para El Sauzal. El recorrido era sin prisas, platicado y acompañados de alumnos de otros grados. Caminé muchas veces junto a dos compañeras gemelas: Irma y Elena León. En ocasiones caminé junto A Graciela Padilla, una compañera a quien volví a ver en 1968 en la misma clínica donde nació mi primer hijo.
Los tiempos de libertad nos llevaban a gastar el dinero ahorrado del taxi en un refresco y una dona en una cafetería que era como una segunda escuela. Las Donas, que se ubicaba en la calle tercera. Ahí se acercaban los muchachos a compartir la conversación y el momento. Se tejían amistades y afectos y se esbozan ya con claridad los rasgos del carácter de muchos de nosotros. Se escuchaba la música de una rockola que funcionaba con monedas americanas.
Ahí miré a mis amigas “grandes” llorar con el corazón herido. Ahí también miré a chicos con caras de hombres declarar su amor a alguien que a veces sin piedad los rechazaba y también por vez primera mirábamos que chicos y chicas se tomaban de la mano o se acercaban en un beso.
Los Everly Brothers cantaban Fugitivo, Ray Coniff acompañaba con El Mar. Enrique Guzmán entonaba Payasito y César Costa copiaba todas las canciones que a veces preferíamos con Paul Anka.
Ya éramos grandes, decidíamos ir al cine por la tarde o reunirnos en la casa de alguna amiga y de ahí salir a caminar por la Ruiz a hacer algún encargo, pretexto suficiente para seguir con la conversación suspendida apenas horas antes.
Ya en casa, cada uno volvía a la realidad hogareña, a los conflictos familiares, a la escasez de recursos, a las tareas domésticas y quienes tenían una vida más holgada simplemente a recrear en sus mentes los sueños en un mundo que nos quisimos comer a grandes bocados. Bien por los que así lo hicieron.


…los besos se ofrecían e racimos
jugosos, abundantes,
teníamos veinte años y era mayo…
(Ceniceros, Hadassa)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sorprentente que apesar de los años recuerde nombres y apeidos canciones y precios, eso pasa con los momentos maravillosos, no se olvidan.