domingo, 11 de octubre de 2009

No todo está perdido

19 de septiembre de 1985

Eran apenas las 7:19 de la mañana. Mientras se terminaban los preparativos para enviar a una de las niñas a la escuela se sintió un movimiento muy fuerte en el edificio de cuatro pisos de los departamentos que habitábamos. Algo parecido al sacudimiento de un tapete, mientras uno seguía sobre él.
“¡Está temblando!” Solamente alcanzamos a abrazarnos y exclamar recomendaciones contradictorias: ¡Hay que salir a la calle, no, debajo del marco de la puerta! y mi hijo adolescente decía: ¡no salgas en bata mamá!
Para nosotros, residentes de la Colonia del Valle, no llegaron las cosas más allá.
Inmediatamente alcanzamos a comunicarnos por teléfono, primero a una compañera para acordar no ir a la primera clase porque el metro estaría, tal vez, interrumpido, y luego otra amiga habló desde la Colonia Ex Hipódromo de Peralvillo: ¡Acaba de caer un edificio de Tlatelolco! Fue un temblor muy fuerte, hay muchos daños.
Escéptica, como siempre he sido, diría más bien, cautelosa, tomé parcialmente la información ofrecida en esos primeros instantes.
La electricidad estaba cortada de manera que ni radio o televisión funcionaban.
Quedamos en casa a espera de que se reanudara la comunicación, para entonces los teléfonos tampoco estaban en servicio.
Se escuchaba a lo lejos el llanto de las sirenas, ambulancias o patrullas.
A media mañana salí. En el corto camino hacia el mercado miré grupos de personas alrededor de radios portátiles, me acerqué a uno de ellos y escuché la voz de Jacobo Zabludovsky que decía “sigo por la avenida Chapultepec y alcanzo a mirar el edificio de Televisa colapsado”. Seguí escuchando en otra estación alguien decía que el Multifamiliar Juárez estaba derrumbado también, regresé corriendo a la casa para pedirle a mi hijo fuera a la secundaria de las niñas y las recogiera.
Estuvimos durante el resto del día encerrados, sin comunicación y sin luz. En un silencio espeso que llenábamos a pausas con especulaciones razonables. Aquella era una experiencia desconocida y en una familia donde solamente yo era la adulta había que moderar el miedo.
Nada más supimos. En la noche escuchamos a lo lejos que gritaban para que se abriera la reja de la calle, al parecer el edificio estaba vacío, ni siquiera el portero quedaba, salimos a abrir a mi esposo que llegaba procedente de Mexicali, entró y nos miró a todos alrededor de unas velas y nos abrazó emocionado. No entendíamos por qué estaba tan alterado y conmovido al vernos bien. Nos contó entonces cómo se miraba la parte de la ciudad en su recorrido desde el aeropuerto y cómo había ya imágenes en televisión de lo terrible que había sido el sismo y parte de sus efectos.
Aquella noche, sin más información y con un sentido común absurdo, dormimos todos en la sala sobre la alfombra, junto a un enorme y pesado librero que –ahora que lo pienso– de haberse presentado con mayor impacto otro temblor hubiéramos quedado aplastados bajo el mueble, y todo el edificio, puesto que vivíamos en planta baja.
No fue hasta las seis de la mañana del 20 de septiembre cuando, ya restablecido el servicio eléctrico, empezamos a ver por televisión la magnitud del desastre. No hay palabras para describir todas las emociones frente aquellas imágenes: edificios habitacionales, oficinas, hospitales quedaron bajo escombros. Cuerpos atrapados dejando ver alguna parte, daban cuenta del drama en el que la ciudad se encontraba.
Muchas historias pequeñas y personales quedan insertas en el gran desastre, algunas asombrosas. En el mero Centro Histórico hubo una tienda de cristalería, al lado de edificios que se dañaron visiblemente, estuve ahí días después, y pregunté si todo lo que descansaba en anaqueles que cubrían la pared, estaba ahí el día del sismo: todo, me dijeron, nada se cayó, nada se quebró. Asombroso.
Siguieron días de silencio y encierro, no había nada qué hacer, ofrecimos ayuda pero realmente no estábamos en condiciones de colaborar, sin idea de cómo hacerlo, sin herramienta y sin conocer aún todo lo que traía consigo aquel tremendo evento.
Nos admiramos y lloramos con las historias heroicas de rescatistas, supimos de la capacidad de sobrevivencia de recién nacidos y de enfermos. Conocimos la solidaridad de amigos y vecinos de los miles de damnificados, vivimos la abnegación y entrega de médicos y cuerpos de rescate. En aquellos días las televisoras y los medios en general, tuvieron un papel importante, fueron moderados, impactados quizá por el peso de una realidad que literalmente nos había caído encima.
Hubo otras experiencias, algunos solamente tomaron sus efectos personales y salieron de la ciudad.
Otros salieron para nunca volver.
Los más, sobrevivimos.


¿Quién dijo que todo está perdido?
Yo vengo a ofrecer mi corazón.
Tanta sangre que se llevó el río,
yo vengo a ofrecer mi corazón.

No será tan fácil, ya sé que pasa.
No será tan simple como pensaba.
Como abrir el pecho y sacar el alma, una cuchillada de amor.

Luna de los pobres, siempre abierta,
yo vengo a ofrecer mi corazón…

(Páez, Fito. Yo vengo a ofrecer mi corazón)

No hay comentarios: