Entre los cuatro y
cinco años de edad mi madre me llevó con una familia amiga. No recuerdo que me
haya preparado para la experiencia que
me esperaba. Fui dejada ahí bajo el cuidado de la señora Salcedo.
Recuerdo haberme
asomado por la ventana que a duras penas alcanzaba desde un segundo piso de un
enorme edificio de apartamentos, y gritar por mi madre con la ilusión de que a
mi llamado regresara.
Lloré a todo pulmón
como se llora la primera vez en la vida, sin esperanza, sin noción de tiempo,
la vida toda era ese momento y era abandonada en un sitio desconocido por la
persona en quien tenía entendida hasta ese momento, toda mi existencia.
Los días que siguieron
se me pierden en la nebulosa del tiempo,
aprendí a hacer varias tareas pequeñas como extender mi cama, bañarme sin ayuda,
me enseñaron las jóvenes de la familia a utilizar los cubiertos y a sentarme
correctamente a la mesa. De repente a
alguna hora del día iba a mi cama para buscar bajo la almohada un pequeño peine
y un espejo color menta que me había dejado mi madre como única prueba de que
me quedaría en ese lugar, para mí esos objetos representaban mi conexión con ella, los buscaba solamente
con los dedos de mis manos para sentir su cercanía, me asaltaba entonces un
sollozo apagado con un dolor en mi pequeño corazón.
Con el tiempo dejé de
llorar, de hecho nunca lo volví a hacer en ninguna despedida. Aprendí a mitigar
lo difícil del adiós solamente al pensar en un color verde claro.
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